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Genealogía de la abulia local. (Autopsia nº 2)
Autor: Manuel Maroto


Que nuestra ciudad está muerta, que no tiene nada, que es fea, son cosas que cualquier habitante de la llamada Capitaleja habrá escuchado infinidad de veces y probablemente pronunciado alguna que otra. Parece innegable, sobre todo a ojos del que llega de fuera, que uno de los rasgos más característicos del ciudadrealeño es la aproximación despectiva a su propio hábitat.


(Para leer el artículo completo, pincha sobre el título)

La ciudad muerta

Alberto Muñoz Arenas

A los héroes y a las víctimas de la ciudad muerta. 
Ayer, hoy y mañana.


En 1920 se estrenaba de forma simultánea en Hamburgo y en Colonia la ópera La ciudad muerta de E. W. Korngold. En ella, su protagonista se enfrenta a la atracción que siente hacia una joven y frívola mujer que le recuerda en todo, menos en sus lascivos ademanes, a su amada, virtuosa y fallecida esposa. Ambos personajes son interpretados por la misma cantante, creando así un estado de confusión y ambigüedad en el espectador. Es lo mismo que años más tarde haría Hitchcock en Vértigo, al sacar a Kim Novak de entre los muertos, y es la misma dualidad imposible que compondría Cristóbal Halffter para el personaje de Dulcinea en su polémico y operístico Don Quijote.

En estas dualidades se materializa el conflicto entre la realidad y el deseo, lo real y lo irreal, confundidos en la mente de quien imagina, desea o superpone diferentes planos de la existencia, real o inventada. Lo grotesco surge al intentar convertir en verdad lo que no lo es, porque no es un simple e ingenuo autoengaño lo que se genera en esa confusión, sino una clara intención de sustituir una realidad incómoda e inasumible, por otra inventada y llena de atractivos falsos.

No es casual que uno de los títulos barajados para esta revista fuera precisamente el de La ciudad muerta, en un intento de poner de manifiesto esa dualidad grotesca que de forma institucional se le quiere imponer a esta ciudad viva. Avocada a ser Ciudad del Quijote©, a falta de una idea gubernativa mejor, los esfuerzos han ido (¿e irán?), con agradable consenso de todas las administraciones, en esa dirección. Por vía quirúrgica se opera la fachada, el contenido, la imagen de la ciudad, para que todo sea agradable al visitante, de manera que éste se lleve la impresión de que ha estado en la Ciudad del Quijote© porque así lo quiere un panfleto o un eslogan publicitario. Y quizás, verdaderamente, sea una ciudad quijotesca, porque en el mundo de don Quijote todo, incluido él mismo, es quimera.

Pero entonces, volviendo a la ópera, una vez pasados los atractivos efluvios que le provocó la joven arpía, el protagonista recupera su consciencia y mata a la seductora con la trenza de pelo que aún conservaba de su esposa muerta. La realidad se impone de nuevo a la degenerada irrealidad, la confusión se aclara, y el protagonista gana y pierde su libertad a precio de sangre.

Se impone de la misma forma un golpe de ciudadicidio por el cual se consiga acabar con la ciudad irreal, y falsa, la ciudad arpía y seductora, la ciudad inventada por consenso en los gabinetes gubernativos y empaquetada bonitamente en un departamento de marketing; la ciudad prisionera de los siglos espeluznantes; la ciudad condenada por las “mentes y las manos muertas”; la ciudad construida sobre un pozo seco, y deconstruida a golpe de piqueta y de mordaza; la ciudad tomada por los ideólogos, y no por los idealistas; la ciudad en la que un partido no es un deporte, sino un juego sofisticado, en el que lo que importa es ganar, y no participar.

Hay que poner en las manos la trenza de la cultura, y con argumentos convincentes acabar con lo intolerante, lo opaco y crepuscular que aún nos atenaza; con el porque sí de las cosas que son y no son; con esa acción/inacción insana que la costumbre secular ha convertido en destino ¿inevitable?; con la ruina de unas ideas fosilizadas que pertenecen ya a las vitrinas de los museos y no al pálpito vivo de lo cotidiano.

¿Quién pierde en esta demolición? Nadie, y quien sienta una pérdida que levante el dedo y lo diga allí donde se haya construido el altar de la confesión ciudadana. Pero que cada cual, y no sólo uno, tenga la posibilidad de un megáfono en la boca, un volante en las manos, o un escritorio en el espacio público. La cultura todo lo puede, porque es el medio de expresión por antonomasia. Y a quien le falten las palabras, que esgrima un pincel, o enarbole un pentagrama. Y en último caso, siempre nos quedará el cuerpo como forma última, y primera, de expresión. De modo que quien tenga algo que decir, que lo diga, porque la inexpresión, el silencio total, es sólo para los muertos, habitantes de la ciudad muerta.

A los muertos, antes de sepultarlos, se les lee el cuerpo inerte, para sacar alguna lección. Porque hasta las autopsias tienen un fin pedagógico y cultural, de ellas aprendemos las causas de la muerte ajena para evitar la propia. El resultado, en conclusión, es éste: el intento de elaborar una publicación, una revista, un acta, que reflexione sobre sí misma, y que se lea como un texto crítico, con la siempre sana y saludable intención de abrir caminos que enriquezcan la perspectiva.

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